Cortometrajes de Koji Yamamura: Mount Head y The Old Crocodile

Probablemente los lectores cuando me oyen hablar de cortometrajes piensan que solo alabo al gran Osamu Tezuka, pero aunque mis escritos puedan corroborar este pensamiento lo cierto es que hay otros muchos autores destacables. Uno de ellos es Koji Yamamura, famoso por haber sido uno de los pocos nipones en ser nominado a un Óscar en la categoría de mejor cortometraje. Este animador independiente, al igual que otros muchos de su categoría, posee un estilo propio que difiere sustancialmente del anime más comercial. No es de extrañar, ya que tiende a mezclar diferentes técnicas y estilos de animación como stop motion, pintura o animación tradicional. Igualmente, su estilo personal también se explica porque él mismo hace la mayor parte de las funciones: dirige, anima, guioniza, etc. Dicho esto, no nos enrollemos más que hay dos títulos por explorar.

Mount Head (Atama Yama)

Atama Yama (2002) es un cortometraje de diez minutos que nos cuenta la historia de un hombre que se distingue por su tacañería, aprovechando todo lo que se encuentra. Un día, tras ingerir un plato de cerezas, nota que en su cabeza ocurre algo extraño: ha brotado una planta. Aunque intenta cortarla en más de una ocasión, el brote siempre regresa. El hombre decide dejarlo pasar, pero para su desgracia la planta no cesa en su crecimiento y el asunto progresa en gravedad. Su pasividad va a costarle más que sus acciones previas.

De la misma forma que otras obras del autor, nos encontramos ante una fábula oscura que en esta ocasión nos advierte de las posibles consecuencias de la avaricia. Una avaricia que, sin embargo, es más miserable, relacionada con la necesidad obsesiva de un hombre por aprovechar y sacar partido a todo aquello que le rodea. Sin duda, el señor es un tacaño de cuidado. El corto no escatima en situaciones que ejemplifican su actitud: aprovechar las pocas gotas del grifo para lavarse las manos, exprimir al máximo la pasta dental o comerse hasta las pepitas de las cerezas. Le va que ni pintada esa frase suya (“¡Qué desperdicio!”) porque le define a la perfección. Una perfección que no se aplica al ámbito moral porque hizo de una virtud como la austeridad —en particular, no desaprovechar lo que tenemos—un defecto. Según la ética aristotélica, se fue al extremo del exceso en vez de alcanzar la virtud que se halla en el medio.

Por esa razón, la extraordinaria aparición del brote le prepara una penitencia que no cesa del mismo modo que no lo hace su obstinado aprovechamiento, causa primaria de su situación actual. La planta, a pesar de ser cortada una y otra vez, siempre vuelve a aparecer y crece de tamaño hasta convertirse en un gran árbol. Acompañando a este hecho, se suman otras situaciones surrealistas como la visita de numerosos individuos para disfrutar el hanami en primavera o el hueco repleto de agua en verano. Una situación que superará la paciencia del cabeza redonda hasta llevarle a su fatídica conclusión.

Muchos probablemente se pregunten si esta vieja historia, adaptada a la sensibilidad contemporánea, es valiosa únicamente por lo que he descrito. Si la obra multiplica el valor de la historia, sin duda, lo es por la narración. Hablamos de que está contada e interpretada como si fuera una historia de rakugo. De hecho, se trata de una adaptación de una historia tradicional contada por rakugotas. Para el que no lo conozca, el rakugo es una expresión artística vinculada al teatro japonés que consiste en que una persona interpreta y narra a la vez una historia. Sin más que un abanico y su habilidad el rakugota hace frente a la audiencia en solitario. 

A pesar de que nuestro protagonista habla y grita de vez en cuando, el peso de la narración la soporta el narrador. Al igual que estas historias tradicionales, el artista hace de narrador principal e intérprete de los diversos secundarios. Aunque para el espectador occidental puede pasar inadvertido, la voz fingida de los personajes o el acompañamiento musical del shamisen son demasiado singulares para no sospechar nada acerca de su naturaleza. De la misma manera, el tono jocoso y mordaz llama la atención ante la desgracia del hombre. Diría que es casi insensible, en especial por el final ingenioso (ochi), sello característico del rakugo, en el que el hombre cae en el hueco de su propia cabeza tras una surrealista sucesión de imágenes que recuerda a las Matrioshkas. Por último, la narración también se beneficia del trabajo de animación que expone la inmundicia y la repugnancia manifestadas en el comportamiento del hombre. Desde la ilustración minuciosa y el diseño caricaturesco, que detallan con exactitud sus rasgos corporales (vello corporal, nariz enrojecida, arrugas, etc.); hasta el uso de técnicas como el plano subjetivo, los encuadres cortos o el cristal sucio inicial.

Calificación: 8

The Old Crocodile

The Old Crocodile (2005) al igual que Atama Yama (2002) son similares en la medida en que podríamos clasificarlas como fábulas oscuras. Por una parte, son fábulas, al igual que las de Esopo, porque son relatos centrados en los vicios morales que pretenden dar una enseñanza moral, pero sin proporcionar directamente la moraleja. Por otro lado, se trata de historias oscuras porque se alejan de la puerilidad habitual e incluyen cuestiones sombrías como la muerte, el canibalismo o la traición. 

The Old Crocodile es un cortometraje de 12 minutos acerca de un viejo cocodrilo que, tras devorar a uno de los suyos, decide abandonar a su familia. En su viaje se encuentra con un pulpo, del cual se hace amigo por su bondad y amabilidad. Por desgracia, esta relación se torna efímera debido al irrefrenable deseo del anciano por devorar la deliciosa carne del animal. Un día tras otro, el cocodrilo irá comiendo las patas del pulpo —aprovechando su ingenuidad y falta de conocimiento matemático— hasta que finalmente llegue el día de la despedida.

De la adaptación japonesa del relato del mismo nombre, escrito por Leopold Chauveau, probablemente lo que llama la atención a primera vista sea el estilo de animación. Estamos ante una ilustración minimalista en la que presenciamos paisajes de color sepia y figuras en tinta negra como el cocodrilo y el pulpo. Muy simple, sin un interés minucioso y detallista, aunque agradable a los ojos del espectador. Sin embargo, este mismo espectador se torna mucho más sorprendido por factores como la inquietud, la ironía y la sorpresa presentes en el cortometraje. Desde el canibalismo que practica el protagonista, pasando por la muerte de la bondadosa hembra de múltiples miembros, hasta la irónica contradicción en el destino del cocodrilo.

Sin embargo, la perplejidad que causan los eventos no debería apartarnos del mensaje principal. Es decir, cómo el interés propio —representado en la glotonería desmedida del cocodrilo— se pone por delante de la responsabilidad y el aprecio que tenemos hacia los demás. Desde un inicio, el personaje principal realiza acciones inmorales —por ejemplo, devorar a una cría de cocodrilo de su mismo grupo— sin reflexionar sobre sus actos y poniendo excusas cada vez que lo hace —“tiene mucha patas, no pasa nada por comer una”—. De hecho, incluso cuando sintió arrepentimiento por devorar a su amigo, este basculaba más hacia la pena de no poder disfrutar de otro bocado que hacia sus acciones miserables contra un animal amable y bondadoso como el pulpo. Sin duda, su falta de consciencia y nulo empeño ante sus deseos es reprobable. Irónicamente, y por desgracia parecido a la vida real, el lagarto no termina con un castigo sino con todo lo contrario: de casualidad, su apariencia colorada espanta a los cocodrilos y los lugareños —que, por cierto, son representados de forma racista— pasan a adorarlo como un protector al que le ofrecen una doncella como sacrificio. ¿Injusto y molesto? No cabe duda, aunque tan real como que no existen castigos divinos.

Calificación: 6

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